lunes, 24 de diciembre de 2012

La historia de Momi: el perro lanudo que conquisto a tres perros viejos.

Éramos tres como los Mosqueperros. Más de uno de los tres estaba completamente en celo en busca de una hembra, sin embargo por las frías calles de Medina de Pomar éramos sólo nosotros: los tres y nadie más. Aullábamos a la luz de una luna tímida que se escondía a la mínima entre las nubes que arrastraba un viento casi huracanado.

Hablábamos en de las vicisitudes de la vida. De cómo llegamos hasta aquella Navidad solos sin ayuda de nadie... muchos no habrían confiado en estos perros viejos. Entonces tu pelo claro apareció de la nada. Una sonrisa cruzada de los tres a tu rostro afable. Te nos uniste a aquel camino y nos enamoraste.

Nos preocupamos por vos, aunque no lo creás. ¿Cómo puedes ser así? ¿Cómo puedes estar feliz estando perdido? Nos enseñaste de todo en un minuto... pero nos alarmaste. Seguro que te escapaste, ¿o quizás te echaron de casa? ¿Te habrán abandonado? No sabíamos tu nombre, así que Momi te bautizó Fito y, creo, que te pareció bien.

A pesar de parecer desesperada no dejaste de respetarnos. Te acompañamos a la Guardia Civil para que te ayudaran a volver, pero ellos se negaron. Nosotros no podíamos llevarte a ningún lado, por desgracia. "Lo más seguro es que te dejaron abandonado aquí en plena Nochebuena. ¡Con este frío!"

Y mientras unos hijos de puta estaban bebiendo, seguramente, hasta caer redondos, vos estabas desesperado por demostrarles tu incondicionalidad, respeto y amor. Nos dejaste tal y como llegaste. Buscaste suerte con otros, pero nos dejaste marcados y maldiciendo a esos cabrones.

Definitivamente, ¡cuántas cosas hay que aprender de los perros! ¡Cuántas cosas en un cuarto de hora! Vaya emociones...

domingo, 14 de octubre de 2012

Al Pichete...

Hay momentos de tu vida en los que se nota claramente que es un punto de inflexión hacia eso más grande que todo el mundo busca. Eso pasó hace muchos años. Casi cien niñatos (algunos malcriados, unos ladronzuelos sinvergüenzas, otras religiosas repipis y otras religiosas reputas) llegamos desde la América Central a una Salamanca que nos abría los brazos, a una España socialista que cabreaba al señor que nos mandaba a buscar....

En fin, a todo esto yo, un joven rechoncho adicto a la música y a la religión, conocí a estos dos tipos excepcionales. Uno de ellos sabía tocar "Bohemian Rhapsody" en el piano (esa canción que conocí de pequeño gracias a Estereo Azul -supongo- y que me la terminó de meter en la cabeza El Mundo de Wayne) y el otro sabía hacer un "requinto" (solo) de guitarra de The Beatles que a mí nunca se me dio bien. Ese momento en la capilla del colegio después de misa en el que los tres nos quedamos a tocar unas "rolas" fue un momento decisivo en mi vida. Notamos que había cierta química entre los tres. Una mirada o un gesto valía para modificar las canciones a nuestro antojo. El del piano era Fito Galo, un adolescente enjuto enfrascado en una gorra amarilla de la marca Puma, y el de la guitarra, Jorge Nolasco, era otro flacucho con voz muy fina (que después convertiría en profunda), nariz prominente y dientes raros... ¿Yo? Ya lo he dicho, regordete y cachetón con mirada de ternero. Éramos tres tipejos jóvenes que, a pesar de nuestras marcadísimas diferencias, logramos pasar inviernos eternos en una Sacristía componiendo temas a la melancolía, la desolación y el desamor... ¿quién dijo que ser músico te da para follar? Al principio no se te pegan ni las moscas. Hay que depurar el arte de la seducción con guitrra. Hubo que aprender canciones de Arjona, Maná o del señor De Vita para poder sentir miradas hormonizadas...

Muchas noches de grados bajo cero, comidas escasas y ajetreos con amplificadores me hicieron perder mucho peso. Dejé crecer mi pelo y mi barba hacía -por fin- acto de presencia. Empecé a ser un poco menos feo para las féminas y, como si de un globo se tratara, el ego seguía hinchándoseme hasta que, un día,  mis dos colegas tuvieron una idea: bajarme de la parra en la que mi adolescencia me había puesto. Fue sencillo: en nuestra habitación/barracón ellos me esperaban para decirme lo absolutamente arrogante y patético que me había vuelto. Era insoportable con mi actitud. "Y como bien sabrás -dijo el maestro Fito-, todo en este mundo necesita sanearse. Y nuestra relación es necesario que se sanee, por eso te decimos esto." Yo empecé a llorar y a justificar mi absurdo comportamiento basado en celos, pues ellos dos desde siempre hicieron mejores migas por la cercanía de la edad, pero ante mi derrumbamiento a Jorge se le ocurrió esto: "Eh... ¡Elías, loco! ¡Tranquilo que es una broma! ¡Sólo era para que te cagaras! ¡Jaja!" Aunque él pensara que yo no lo había notado, supe que todo aquello que soltaron era una verdad como un templo, pero seguí la corriente. Me sequé las lágrimas y empezamos a reírnos... y reímos a carcajadas durante todos estos años gracias a Jorge y su sentido del humor. No hubo reunión en el comedor del instituto o comida en su casa o póker o paseo, etc. en el que Jorgito no viera el lado positivo de todo. Es el hombre con el mejor humor que alguien puede cruzarse.

Él y Fito siguieron siendo dos de los mejores amigos que jamás he tenido. Mi única familia en estas tierras lejanas. Por eso esta pena de saber que se ha ido. Se ha marchado de mi lado un trozo de mi corazón... tanto así, que no tuve el valor de llamarlo días antes de que se fuera de Madrid y espero que él lo entienda. Espero que me perdone, pero no podría haber soportado decirle adiós sin romper a llorar. Porque sí, yo lloro por mi amigo. Mis amigos y a mi familia.

Desde este frío escritorio en el norte de Burgos, sólo puedo desearte, Pichete Nolasco, que esta nueva etapa sea tan satisfactoria y gratificante como la que vos te merecés. Sos un amigo de los que ya no quedan, de los que nunca te deja solo y triste.

Sos un grande. Te quiero.

lunes, 16 de julio de 2012

Don Nico Romero.

Debería sentirme feliz por haberte conocido, porque me hayas contado todas esas historias sobre seres misteriosos, sobre fantasmas, crucifijos que botaban de pechos de mujeres moribundas y caballos negros en la puerta con un misterioso jinete; o aquellas en tus tiempos en la Guardia Civil en las que siempre te salías con la tuya. Recuerdo tu mirada de color cielo que posabas en el infinito mientras me contabas cómo eras un rompecorazones con tu guitarra "requinto" en un trío de cuerdas y me tarareabas viejos boleros.


Me acuerdo de cuando te burlabas de mi incapacidad para hacer agujeros y sacar tierra para repellar las paredes de la cocina. También tengo en mi mente aquellos días en los que me enseñaste a hacer cargas de madera para el fuego, a partir ramas con machete y cuma; a montar a caballo en aquel hermoso Pájaro que sólo respondía a tu llamada y cómo me recogiste cuando caí la primera vez del lomo de aquel mismo corcel.


Trillábamos con mi hermano las mazorcas de maíz en una hamaca juntos y te reías de nuestras blandas manos que se adolecían con severa facilidad... pero ahí estabas para calmarnos y curarnos. Íbamos juntos a bañarnos los tres a pozas que nadie conocía, excepto vos. Nos tranquilizabas cada vez que veíamos una culebra guardacaminos en el panteón donde jurabas que habías visto cosas sobrenaturales.


Nos decías que había que caminar y saber escuchar. Nos enseñaste a amar la naturaleza. Nos enseñaste a abrazar la noche, aunque el miedo nos detuviera... "Con la luz de la luna es suficiente, hombre" decías.

Tus gruesas y duras manos no dudaban en agarrar sacos y pegarte viajes casi interminables para que todos tus hijos y tus nietos probaran lo que cosechabas. Estabas siempre orgulloso de ser quien eras, de hacer lo que hacías. Eras un hombre seguro.

Gracias, papita -porque te encantaba que te llamáramos así tus nietos-, porque soy músico gracias a vos. Gracias porque cuento historias -a veces inventadas y otras reales, aunque un poco adulteradas- también por vos. Doy paseos en comunión con la naturaleza y la montaña también por vos. Llevo este apellido con orgullo por vos.

Gracias, don Nicolás Romero Mejía.

viernes, 6 de julio de 2012

Conversaciones...

Somos muy raros, eso lo tienen que aceptar. Sobre todo en nuestras conversaciones sobre terceros. El otro día dos chicas hablaban a mi lado en un bar.

"¿Has visto la terraza esa de la calle Talpor Qal? -dijo la bajita-. Pues esa es de doña Pepita, que es la borracha del pueblo y, vamos, la más zorra también. Pero bueno, tiene esa terraza porque su padre era el dueño de la tienda esa que se llama "Kemas T. Da"... están podridos en pasta los hijos de puta. Ahí se pone ella a torrarse en "tohleh" para que todos le vean las tetas... bueno, pues al lado de esa terraza está otra. Esa es la mía."

Esa exquisita capacidad de bravuconear de terraza y llenar de mierda a la vecina... ¡Qué humanos que somos!

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martes, 3 de julio de 2012

La espera.

Eran dos caminando por aquel viejo camino en el que nos conocimos.
Él tenía la mirada cansada. Ella lo sostenía con su brazo pero con tal amabilidad que le hacía pensar que él era el de la fuerza. El amor es así, nos hace sacrificarnos. Dejamos el ego detrás, aunque sea para alimentar el del otro.

Ella se tropieza y pierde el equilibrio por un instante. Él hincha los mofletes y abre los ojos; su gorra se mueve en la cabeza y suelta el bastón. Ella se recompone y, aunque él no ha hecho nada -salvo parecer un sapo en pleno bufo-, ella le acaricia el brazo y apoya su cabeza pintada de plateado por la edad en su hombro. "Gracias" dice y siguen su lento caminar. Los veo pasar enfrente de mí y cierro los ojos. Sus respiraciones parecen ir acompasadas por todos sus paseos juntos.

El sonido del aire en los árboles y el viento acarician mi faz mientras te espero ahí sentado. Viendo cómo ellos pasan el camino que otros viejos han pisado... este parque se vuelve una burbuja de amor de repente. Sólo pienso en verte. Espero paciente poder sentirte a mi lado.

Entonces me parece escuchar al viejo hablar un poco más fuerte y decir "sí que es él, ¡vamos!". Ya estoy cansado, cariño. Todo el mundo lo hace... se dan la vuelta con la parsimonia que manda la edad. Se acercan mientras mi mente me aconseja todo tipo de acciones para huir de aquella situación, pero me quedo inmóvil y mis dedos se enmarañan para parecer menos pensativo y nervioso.

"Siento mucho lo de tu mujer", mastica el viejo con su dentadura floja. "Pero la vida sigue, hijo. Estate tranquilo." Sólo alcanzo a esputar un "gracias" insulso. Te echo de menos. Yo mientras seguiré esperando a verte. Lo que tarden estas pastillas en digerirse. Quiero irme donde nos conocimos.

sábado, 30 de junio de 2012

Duerme...

Duerme, cariño. Duerme, princesa.
El sol ha caído y la luna ha salido.
Ya no hay qué temer.
Sólo quedan los sueños y estoy a tu lado.

Duerme, cariño. Duerme, mi amor.
Vuela lejos. Pasa sobre nuestras cabezas.
Allá, a lo lejos, nada puede herirte.
Aparta los miedos.

Duerme, cariño. Duerme, princesa.
Si te despiertas, pálpame,
pues a tu lado estoy.
No te preocupes, que no me voy.

Duerme. Duerme hasta  mañana.
Despierta y regálame la vida por una sonrisa.
Saca el sol de entre las nubes,
así como sólo tú sabes.

jueves, 21 de junio de 2012

Amores pasajeros...



“Todo pasa por alguna razón” dicen los deterministas. Bueno quizás sí, quizás no. Yo simplemente me dedicaré a contarles lo que me pasó el otro día en el autobús camino del centro de la ciudad monumental.

Esperaba en la parada final delas afueras, en Ciudad Jardín. Salía de la Facultad de Bellas Artes rondando la hora de comer. Mi camiseta blanca de Los Ramones estaba manchada de carboncillo y mi carpeta, casi tan grande como mi hermano pequeño, llamaban la atención de las estudiantes de primer año de psicología. Supongo que el parecer un andrajoso te da cierto aire bohemio que, por lo menos, es atractivo. 

La carpeta estaba apoyada en mis pies, en la puntera blanca de mis All-Star, y mis manos estaba puestas en la parte superior; la carpeta me tapaba hasta casi la boca del estómago… “Bien”, me decía, pues mi incipiente barriga se veía cubierta. 

Pasaban los minutos uno a uno y el retraso del autobús de la línea cinco hacía que la muchedumbre reunida ahí empezara a soltar todo tipo de improperios contra el transporte público. Como siempre yo me dedicaba a dirigir la mirada hacia un punto concreto y a sonreír con los comentarios agudos de las féminas.
Por fin, de repente, un grito de chica con acento extremeño decía “¡Aleluya, por dios!” y la gente resoplaba de júbilo apelotonándose más para formar uno de esos perfectos efectos embudo que tanto dicen de la impaciencia humana.

El conductor abrió la puerta y yo me quedé en mi esquina, con mi carpeta. Esperé. El coche que venía vacío se llenó en cuestión de dos minutos y, al son de los pitidos de las tarjetas de bonobús, el mundo parecía más y más caótico. El sol picaba fuerte los últimos días, lo cual permitía a las voluptuosas señoritas de psicología (más llenas de femineidad que las de mi facultad) tomarse el descaro de vestir con pantalones –muy- cortos y blusas escotadas. Para cuando salí del pequeño hueco donde me refugiaba, ya se había unido un pequeño grupo de tres chicos estudiantes de mi carrera, pero quizás de un curso inferior… quizás primero o segundo… y luego me di cuenta de él.

Era un tipo muy raro. Hasta entonces, es decir, hasta que no subió al bus no fui del todo consciente de su presencia en aquel lugar. Llevaba una chaqueta americana gris, una camisa blanca, pantalones de tela marrones y unos zapatos brillantes que distaban mucho de mis manchadas zapatillas. Llevaba gafas de sol de una marca cara y un bolso de piel. Al principio supuse que era un profesor. Me parecía que prestaba atención más de lo debido, quizás más que su servidor. Pero era joven, quizás unos veintiséis o veinticinco años. Él también hizo pitar una tarjeta de bonobús y se dirigió al medio del coche, agarrándose con firmeza a uno de los tubos. A su lado los tres jovenzuelos promesas del panorama artístico (o al menos futura clientela del camello de San Justo). Yo subí de último y pagué mi billete en metálico. Me fui justo enfrente de todos ellos. El tipo elegante y los tres pardillos. La puerta estaba a mis espaldas.

Sólo se escuchaba un zumbido por la mezcla de las conversaciones de todos. Era como ruido blanco… hasta que empecé a focalizar mi atención:

-          - ¿Y esa? ¿Qué me dices de esa? Mira qué buena que está, macho. –dijo el imberbe de los tres. Aparentaba catorce años.
-          - ¿Cuál? –dijeron al unísono los otros dos. Uno con pelo alborotado y perilla de latin lover y el otro un enjuto con los dientes que pedían a gritos la intervención de un grupo de dentistas.
-          - La de rojo, joder. –contesta el imberbe- ¿No veis qué tetazas?
-          - No, a mí me mola la otra. La rubia de verde. Piernazas… –alega el dientudo.
-          - Pues venga. ¡A poner notas! –dice el perilla- Empiezo yo con la de rojo: un siete.
-          - Pues, ¿del uno al diez? Un quince… -añade el imberbe emocionado-
-          - Yo igual que éste. Le pongo un siete.

El hombre elegante agacha su cabeza y asiente mientras dibuja una sonrisa de lástima por aquella conversación.

-          - ¿Qué pasa, tío? ¿No te gustan esas tías? –dice en un arrebato de confianza el imberbe, de esos que nos dan a todos en lugares como el autobús. Con desconocidos mayormente.
-          - ¿Me lo dices a mí? –Contesta el elegante.
-          - Hombre, claro.
-          - Bueno, es que prefiero a la de la segunda fila.
-          - ¡¿Esa fea?! –Pregunta con asombro el dientes de sable -¡Es feísima!
-          - Es preciosa.
-          - ¡Qué dices! ¡Anda!
-          - Casi siempre tararea música clásica, como a Chopin, Sarasate o Beethoven. Pero ha de trabajar en algo relacionado con la limpieza, pues sus manos tienen un olor a detergente perfumado, lejía y amoníaco. Su voz suena joven, así que aventuro que tendrá mi edad y trabaja de eso para pagarse la carrera de psicología… porque alguna vez la he escuchado repetir en voz baja cosas sobre Skinner y su caja. Ha habido días en los que no le ha importado ofrecer su asiento a otras personas…
-          - Espera, macho. ¿Tú la acosas o qué? –el dientes de sable interrumpe abruptamente.
-          - No. Pero me he encontrado con ella varias veces este último mes. Lo que llevo viviendo aquí.
-          - Es fea, tío. –Dice con cierto aire de soberbia el imberbe- ¿Y dejas de ver buenorras como las de la parte de atrás por fijarte en el orco ese? Anda ya.

El hombre elegante suelta su mano izquierda, que tan firmemente le sostiene en esa zona dedicada a personas en sillas de ruedas, mientras el bus sigue avanzando hacia el Paseo de Las Carmelitas. Sostiene su equilibrio. Dirige su cabeza a mi dirección y la mano busca el botón rojo del Stop. Pide la parada. Suelta una pequeña carcajada y mete su mano en el bolso. El autobús llega a la parada solicitada y los cuatro (los tres jovenzuelos y éste quien les escribe) llevamos la mirada a su mano derecha. Saca algo de metal y lo despliega. Es un bastón que da en mi zapato. Me pide una disculpa y hace un ademán con su mano izquierda. Se abren las puertas y dice: “Amigos míos. No hace falta ver nada. Ella es simplemente bella y perfecta. Buen día.” Salió como supongo que salían los gladiadores del coliseo. Él ganó… bueno, ganamos todos.

miércoles, 9 de mayo de 2012

De montañas, caminos, senderos...

Nos acostumbramos rápidamente a darnos todo. Cuando digo "darnos todo", me refiero TODO. Lo bueno, lo malo... más de lo malo. Ese es el principal problema.

De repente nos pensamos que las personas más cercanas son las que tienen que aguantar todas nuestras tontadas. Nuestra inmadurez representada por la impaciencia, que es aquí nuestro peor enemigo. Ante esto les puedo asegurar que es un problema con el Yo, viendo este como egoísmo extremo. Ese es mi problema y el problema de la sociedad en general.

Estamos muy mal acostumbrados. Ya el hecho de esperar cuarenta y cinco segundos en un cajero automático es causa de desesperación. Estos tiempos modernos nos han hecho impacientes con su eficiencia. Así que, de repente, lo quiero todo y lo quiero rápido. "¡Quiero que me digas que me quieres!" "¡Quiero que me contestes!" "¡Pásalo rápido!" Yo que sepa nadie ha muerto porque el destornillador para desamblar la radio le ha llegado cinco segundos tarde, pero así somos los sapiens de esta época: incapaces de esperar un poco. De comprender la situación de la otra persona.

Hace unos años leía un libro sobre trabajos de Piaget. Había un experimento que es uno de los que más me ha marcado. Es el de las montañas. Se los explico grosso modo:

Piaget había puesto una especie de maqueta de una montaña sobre una mesa. En la cima de la montaña puso un muñeco. En un extremo de la mesa ponía a críos (uno por uno, claro). Le preguntaba al niño que qué creía que miraba el muñequito desde ahí, con lo cual los niños respondían como si fueran el muñeco "Pues los árboles de abajo, etc." y luego le preguntaba por el lado opuesto, sin moverse de ahí claro. El niño volvía a responder lo mismo. Según Piaget esto responde a la incapacidad del niño para descentrarse, es decir, salirse de su propia perspectiva para tomar la del otro. Más o menos...

El caso es que creo que cuando salimos de esa etapa de centrarnos en nosotros mismos, volvemos otra vez. Pero en esta ocasión con un cuerpo más grande y con más tonterías en la cabeza. Nos volvemos hacia el Yo y de ahí no salimos a menos que nos demos un golpe fuerte. Es decir, no salimos hasta que no la cagamos...

No es la primera vez que la pifio, desde luego. Pero quizás me siga haciendo falta dejar mi neuroticismo al lado. Mi inmadurez.

No voy a dejar de pedir perdón por el daño que les he hecho a algunas personas, sobre todo a los que más quiero... porque eso sí, los seres humanos somos tan estúpidos que lo primero que hacemos es joder a los que están a nuestro alrededor o a las personas que nos quieren. Así que, amigos míos, les pido que tomen en cuenta la perspectiva del muñeco encima de la montaña. Sepan ver que no pueden ver lo que está al otro lado de la montaña, para eso deberían preguntar al muñeco o dar la vuelta a la mesa ustedes mismos y así observar lo que ve el muñeco.

Saludos.

jueves, 16 de febrero de 2012

¿De dónde vienes?

El cielo quiere que nos veamos,
es por eso que no deja de llorar.
Una a una caen las lágrimas tiñiendo esta tierra que tanto pisamos.
Ese olor que toca, ese calor que apacigua.

Al atardecer miro el sol que se me escapa una vez más,
pero regresa acompañada de la sinfonía de jilgueros
para vos. Sólo para vos.
Entonces la luna me promete revivir.

Tu mirada resurgirá entre los brazos de Morfeo.
Tu caricia vendrá para anclarse en mi faz.
Mi insolencia quedará en el pasado.
Mi andar seguirá en tu camino.

Lejos queda el pasado.
Incluso el del suspiro de ahora.
El futuro lo escribiremos juntos
cantando con el juglar bendito.

sábado, 7 de enero de 2012

Experiencia Onírica I

Bien, vamos avanzando.

Mal, nos hemos quedado atrás... otra vez, ¡otra vez! El cielo se ve de nuevo nublado por nuestras lágrimas.

Sólo puedo ver esa maldita estación; sólo reconozco un andén que no conozco. La veo blanca. Toda está pintada de ese color y las visiones que tengo de ella son una especie de planos hechos por Bergman o Buñuel. Veo unos pies que no reconozco. No son los míos. No sé. Sólo sé que son de una mujer blanca. Sus pies son perfectos y sus uñas tienen pintura de color grisáceo. Es todo muy plácido y calmado. Todo está en silencio que es como el espacio exterior.

Ella baja del tren. Tiene el pelo castaño (supongo) y no puedo ver su cara. Sólo sé que lleva un vestido blanco y holgado. Su piel carece de tatuajes y yo simplemente la miro caminar. Se aleja y sale de la estación. En la puerta hay un cartel que no reconozco, pero sí hay una fecha: 27/10/2012.

Escucho la voz de un hombre. Me dice que tengo que empezar y, al darme la vuelta, no estoy en esa estación. Estoy en casa, ¡pero qué casa es! No es donde vivo ahora, no es en la de mis padres... La entrada se parece a la que compartía antes con otra mujer. En el suelo hay una mujer rubia con ojos verdosos. Su pelo es abultado por los rizos. Ella juega en el suelo con una niña.

La bebé me llama "Dada" y la mujer la alienta a saltar a mis brazos. La bebé quizás tenga un año y los ojos son verdes/azules. La mujer se levanta y me da un beso exquisito. Un beso apasionado. Mis manos no son las mías y se lo digo: "Oye, ¿qué pasa? ¡Estas no son mis manos, joder!" Ella se ríe de mí y me llama tonto. Miro al espejo y es otra persona. Es otra vida. Un hombre de más de metro ochenta, moreno con la barba a medio crecer. Llevo un portafolios de cuero y...

Buenos días, es un sueño.