sábado, 30 de junio de 2012

Duerme...

Duerme, cariño. Duerme, princesa.
El sol ha caído y la luna ha salido.
Ya no hay qué temer.
Sólo quedan los sueños y estoy a tu lado.

Duerme, cariño. Duerme, mi amor.
Vuela lejos. Pasa sobre nuestras cabezas.
Allá, a lo lejos, nada puede herirte.
Aparta los miedos.

Duerme, cariño. Duerme, princesa.
Si te despiertas, pálpame,
pues a tu lado estoy.
No te preocupes, que no me voy.

Duerme. Duerme hasta  mañana.
Despierta y regálame la vida por una sonrisa.
Saca el sol de entre las nubes,
así como sólo tú sabes.

jueves, 21 de junio de 2012

Amores pasajeros...



“Todo pasa por alguna razón” dicen los deterministas. Bueno quizás sí, quizás no. Yo simplemente me dedicaré a contarles lo que me pasó el otro día en el autobús camino del centro de la ciudad monumental.

Esperaba en la parada final delas afueras, en Ciudad Jardín. Salía de la Facultad de Bellas Artes rondando la hora de comer. Mi camiseta blanca de Los Ramones estaba manchada de carboncillo y mi carpeta, casi tan grande como mi hermano pequeño, llamaban la atención de las estudiantes de primer año de psicología. Supongo que el parecer un andrajoso te da cierto aire bohemio que, por lo menos, es atractivo. 

La carpeta estaba apoyada en mis pies, en la puntera blanca de mis All-Star, y mis manos estaba puestas en la parte superior; la carpeta me tapaba hasta casi la boca del estómago… “Bien”, me decía, pues mi incipiente barriga se veía cubierta. 

Pasaban los minutos uno a uno y el retraso del autobús de la línea cinco hacía que la muchedumbre reunida ahí empezara a soltar todo tipo de improperios contra el transporte público. Como siempre yo me dedicaba a dirigir la mirada hacia un punto concreto y a sonreír con los comentarios agudos de las féminas.
Por fin, de repente, un grito de chica con acento extremeño decía “¡Aleluya, por dios!” y la gente resoplaba de júbilo apelotonándose más para formar uno de esos perfectos efectos embudo que tanto dicen de la impaciencia humana.

El conductor abrió la puerta y yo me quedé en mi esquina, con mi carpeta. Esperé. El coche que venía vacío se llenó en cuestión de dos minutos y, al son de los pitidos de las tarjetas de bonobús, el mundo parecía más y más caótico. El sol picaba fuerte los últimos días, lo cual permitía a las voluptuosas señoritas de psicología (más llenas de femineidad que las de mi facultad) tomarse el descaro de vestir con pantalones –muy- cortos y blusas escotadas. Para cuando salí del pequeño hueco donde me refugiaba, ya se había unido un pequeño grupo de tres chicos estudiantes de mi carrera, pero quizás de un curso inferior… quizás primero o segundo… y luego me di cuenta de él.

Era un tipo muy raro. Hasta entonces, es decir, hasta que no subió al bus no fui del todo consciente de su presencia en aquel lugar. Llevaba una chaqueta americana gris, una camisa blanca, pantalones de tela marrones y unos zapatos brillantes que distaban mucho de mis manchadas zapatillas. Llevaba gafas de sol de una marca cara y un bolso de piel. Al principio supuse que era un profesor. Me parecía que prestaba atención más de lo debido, quizás más que su servidor. Pero era joven, quizás unos veintiséis o veinticinco años. Él también hizo pitar una tarjeta de bonobús y se dirigió al medio del coche, agarrándose con firmeza a uno de los tubos. A su lado los tres jovenzuelos promesas del panorama artístico (o al menos futura clientela del camello de San Justo). Yo subí de último y pagué mi billete en metálico. Me fui justo enfrente de todos ellos. El tipo elegante y los tres pardillos. La puerta estaba a mis espaldas.

Sólo se escuchaba un zumbido por la mezcla de las conversaciones de todos. Era como ruido blanco… hasta que empecé a focalizar mi atención:

-          - ¿Y esa? ¿Qué me dices de esa? Mira qué buena que está, macho. –dijo el imberbe de los tres. Aparentaba catorce años.
-          - ¿Cuál? –dijeron al unísono los otros dos. Uno con pelo alborotado y perilla de latin lover y el otro un enjuto con los dientes que pedían a gritos la intervención de un grupo de dentistas.
-          - La de rojo, joder. –contesta el imberbe- ¿No veis qué tetazas?
-          - No, a mí me mola la otra. La rubia de verde. Piernazas… –alega el dientudo.
-          - Pues venga. ¡A poner notas! –dice el perilla- Empiezo yo con la de rojo: un siete.
-          - Pues, ¿del uno al diez? Un quince… -añade el imberbe emocionado-
-          - Yo igual que éste. Le pongo un siete.

El hombre elegante agacha su cabeza y asiente mientras dibuja una sonrisa de lástima por aquella conversación.

-          - ¿Qué pasa, tío? ¿No te gustan esas tías? –dice en un arrebato de confianza el imberbe, de esos que nos dan a todos en lugares como el autobús. Con desconocidos mayormente.
-          - ¿Me lo dices a mí? –Contesta el elegante.
-          - Hombre, claro.
-          - Bueno, es que prefiero a la de la segunda fila.
-          - ¡¿Esa fea?! –Pregunta con asombro el dientes de sable -¡Es feísima!
-          - Es preciosa.
-          - ¡Qué dices! ¡Anda!
-          - Casi siempre tararea música clásica, como a Chopin, Sarasate o Beethoven. Pero ha de trabajar en algo relacionado con la limpieza, pues sus manos tienen un olor a detergente perfumado, lejía y amoníaco. Su voz suena joven, así que aventuro que tendrá mi edad y trabaja de eso para pagarse la carrera de psicología… porque alguna vez la he escuchado repetir en voz baja cosas sobre Skinner y su caja. Ha habido días en los que no le ha importado ofrecer su asiento a otras personas…
-          - Espera, macho. ¿Tú la acosas o qué? –el dientes de sable interrumpe abruptamente.
-          - No. Pero me he encontrado con ella varias veces este último mes. Lo que llevo viviendo aquí.
-          - Es fea, tío. –Dice con cierto aire de soberbia el imberbe- ¿Y dejas de ver buenorras como las de la parte de atrás por fijarte en el orco ese? Anda ya.

El hombre elegante suelta su mano izquierda, que tan firmemente le sostiene en esa zona dedicada a personas en sillas de ruedas, mientras el bus sigue avanzando hacia el Paseo de Las Carmelitas. Sostiene su equilibrio. Dirige su cabeza a mi dirección y la mano busca el botón rojo del Stop. Pide la parada. Suelta una pequeña carcajada y mete su mano en el bolso. El autobús llega a la parada solicitada y los cuatro (los tres jovenzuelos y éste quien les escribe) llevamos la mirada a su mano derecha. Saca algo de metal y lo despliega. Es un bastón que da en mi zapato. Me pide una disculpa y hace un ademán con su mano izquierda. Se abren las puertas y dice: “Amigos míos. No hace falta ver nada. Ella es simplemente bella y perfecta. Buen día.” Salió como supongo que salían los gladiadores del coliseo. Él ganó… bueno, ganamos todos.