lunes, 6 de junio de 2011

Las desventuras de Camila

CAPÍTULO I

Camila tiene treinta y cinco años recién cumplidos.
Camila no sabe qué decir.
Camila espera que le ordenen cada día cuándo soñar.

Ella no sabe qué es la libertad, pues hasta el viento que le roza la faz carece de dicha virtud... o al menos ella no lo siente así. Sólo el fuerte sonido del hacha que clava en aquel troco para avivar el fuego de su horno parece catártico. Cada golpe que atraviesa el trozo de pino llega hasta la tierra y ella siente poder sobre algo.

Camila silba acompañando la bella sinfonía que crea el viento entre los árboles de fruta que tiene en su jardín. Ahí, con los ojos cerrados en la hamaca, se siente cerca de esa mujer con cara de complacida y manos abiertas -como pidiéndole un abrazo- a la que le reza todas las noches para que sus tormentos pasen. Camila no recuerda haberse carcajeado con fuerza y sentirse plenamente feliz. Camila no encuentra la gracia de la que le habla el cura en las homilías de la pequeña iglesia colonial de su pueblucho al sur del país. No sabe qué es la igualdad de la que hablan las leyes... por saber, ni sabe que tiene derecho a decidir sobre su propia vida, su propio cuerpo. No es ignorante, pero ignora muchas cosas. No es tonta, pero no la dejan ver las cosas tal y como son. No está muerta, pero está adormecida. No es débil, pero cada paliza no la deja durante varias horas (o días) levantar sus brazos. No es que no sea humana, es que le han robado su dignidad.

Camila no baila. Camila ya no suspira con ilusión.